En mis recuerdos perviven aquellas coloridas esferas que se elevaban al firmamento,
vitales, traviesas. Guardo intacta esa imagen en mis retinas transcurrido el
paso de los años. Con certeza , no logro discernir qué edad tendría en aquel
entonces, pero no olvido jamás los atardeceres
mágicos de primavera junto a mi madre en el parque.
Después de su trabajo, me recogía de la escuela , y me preparaba con esmero
la merienda , y entonces nos íbamos paseando hasta los jardines próximos a nuestra casa. Allí jugaba infatigable con
otras niñas, en el placer irrepetible de disfrutar de la inocencia, viviendo esos bellos aromas de infancia que tan sabiamente supo darme.
En apenas veinte minutos llegábamos; accediendo por la entrada principal los perfumes a jazmín, a azahar nos despertaban el olfato. La variedad de
rosales y buganvillas nos regocijaban la mirada, deleitándonos nuestros sentidos al unísono.
Atravesábamos la zona ajardinada; seducidas por los setos recortados de caprichosas
figuras encontrábamos al paso los alargados cipreses, los olorosos pinos y dejando
atrás las hileras de abetos nos adentrábamos en el paseo de los álamos, llegando
siempre al pequeño lago. A mi madre le encantaba observar el nadar torpe de los patos, las barcas ocasionales que serpenteaban en el
agua, los pájaros posados en las barandillas que esperaban capturar las migajas
de pan que arrojaban los caminantes.
Ella, tranquila, se sentaba en un banco
de madera, adormecida, a veces, por el sonido
refrescante de la fuente cercana y
otras se afanaba en la lectura de algún libro. Mientras, yo me divertía despreocupada y ella en la corta distancia
velaba mis movimientos. Se aproximaba cuidadosa , me balanceaba en el
columpio y algunas tardes levantábamos castillos de cuentos, en la arena.
Yo no era una niña caprichosa, pero ese día vi a un vendedor ambulante, con muchos globos de colores, iba vociferando
su mercancía de un lado para otro, eran majestuosos, parecían flotar en el aire
con alas invisibles, como suspendidos en
la atmósfera sin que estuvieran asidos por mano alguna.
No podía dejar de mirarlos atraída por un deseo impetuoso de atrapar cada uno de ellos, hechizada con su ondear al viento. Entonces supliqué
a mi madre que me comprase al menos uno, aunque fuera el más insignificante.
Ante mi asombro, ella se alejó veloz tras el vendedor, regresando
con todos los globos de colores, mientras mis sollozos se ahogaban en la
emoción.
Aquella tarde las dos nos abrazamos entusiasmadas, mirándonos a los ojos sin
pestañear, a la vez que unas lágrimas candentes
descendían por nuestras mejillas.
Sin mediar palabras los echamos a volar todos, en un viaje simbólico
hacia la libertad que junto a nuestros sueños ascendieron muy
alto.
Retorno a aquellos momentos inolvidables de mi niñez y la plenitud me
sigue embargando y pese a la gran ausencia de mi madre una sonrisa me dibuja el rostro.
Dónde ella esté , estará atesorando mis globos y junto a ellos, mi
memoria.
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