"En este siglo extraño una mujer
puede ser
presa y sombra de otro." Louis Aragon
Es tan difícil amar
como permitir que nos amen; ambos hechos están acompañados del mismo
perturbador miedo .Hemos llegado a ser en exceso impenetrables, conocerse
resulta muy comprometedor. Sin embargo ambicionamos ese sentir diferente, esa piel que se sobresalta
al tacto de otra, la complicidad de una mirada.
Aquella noche que
distaba de ser la primera, buscaba una aventura
engañosa. Experimentaba en aquellas
incursiones nocturnas sensaciones estimulantes, sustituyendo así, los sueños
imaginados que no llegan a materializarse jamás.
Él poseía una
prestigiosa compañía de cerveza, su vida los viajes de negocios, su
preocupación cómo gastar el dinero, su residencia entre Holanda y Florida. Empeñado
en mostrarla medio mundo y regalarla un rolex auténtico. Entrado en avanzada
cincuentena, en su maletín de ejecutivo un
walkman con música de Miles Davis. Pidiendo a gritos la ternura que
acostumbraba a comprar.
Lo conoció un invierno,
recordaba su gentileza ayudándola a
ponerse el abrigo al salir del bullicioso café de jazz, rogando que lo acompañara
en su última copa; porque la soledad junto con el desvarío alcohólico de
ciertas horas le resultaba insoportable. Se expresaba con elocuencia, creyendo
que por su edad era el único en tal disyuntiva. Estaba equivocado, pero sin
darle demasiada importancia, ella aceptó su propuesta.
Siendo tan tarde como
para no saber dónde ir, él como
extranjero en la ciudad no atinaba a desenvolverse, ella incapaz de orientarse
por calles o garitos. Decidieron dejarlo en manos del chófer, pero la
desfachatez del destino ocasionó que éste tampoco supiera. Sin más, aquel
holandés reaccionó, indicando al conductor la dirección de su hotel, resaltando
que su único propósito era conversar tomando un último whisky. Provocando la
expectación de ella, llegaron al ostentoso alojamiento, charlaron tediosamente y
con el paso del tiempo, a la par que muchos tragos, él quiso adquirir su deseo.
Al principio, divertida hizo caso omiso, pero ante su insistencia tuvo que
ofenderse, explicándole en su más sutil francés que sus pretensiones estaban
fuera de contexto. Con su rotunda falta de éxito, aquel hombre llegó a quedarse soñoliento. Dispuesta
a marcharse, dejó sus florines, una cantidad razonable que a escondidas había
depositado en su bolso y el reloj de
oro, desmesurado para su muñeca. Volviendo
en sí, el obstinado personaje anotó su número de teléfono, indicándole también
la habitación que ocupaba. Alardeando de su poderío, quiso que prestara
atención a su apellido Heineken.
Al día siguiente,
retrasando su vuelo por si ella en una dubitación cambiaba de parecer, debió esperarla
en el vacío de su alma, impaciente de que se produjese su llamada. Ella tan
sólo conservaría de aquella nocturnidad unas reseñas escritas en una
agenda repleta. Aún hoy profesa esas fantasías, perderse en la madrugada arañando
emociones imposibles.
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